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Cuentos de la Oscuridad

  • hanshumpty919
  • 23 sept 2024
  • 16 Min. de lectura

Actualizado: 28 sept 2024







Ecos en la Noche

Era una noche fría y silenciosa cuando Clara decidió que era hora de dormir. Pero, en cuanto se acomodó en su cama, un suave susurro rompió la tranquilidad del ambiente. Al principio, pensó que era el viento, pero la voz era clara, casi familiar.

“Clara… ven…”

Intrigada y asustada, se levantó de la cama y siguió el sonido que parecía provenir del pasillo. Cada paso que daba resonaba en la oscuridad, y su corazón latía con fuerza. Las sombras danzaban a su alrededor mientras se acercaba a la fuente del susurro.

Al llegar a la sala, notó que la puerta del sótano estaba entreabierta, algo que nunca dejaba así. El susurro se volvió más insistente.

“Clara… estoy aquí…”

Sin poder resistir la curiosidad, bajó las escaleras. La oscuridad era densa, y el aire se sentía pesado. En el último escalón, una figura difusa se materializó ante ella, sus ojos brillaban con una luz inquietante.

“¿Quién eres?” preguntó Clara, su voz temblando.

“Soy quien te ha estado esperando…” respondió la figura, con una sonrisa escalofriante. “Ven, Clara. Hay secretos que debes conocer…”








La Última Estación

Era una noche lluviosa cuando Ana perdió el último tren. La estación estaba desierta, iluminada únicamente por el parpadeante resplandor de una lámpara. Mientras esperaba, el sonido del agua cayendo creaba un ambiente inquietante. De repente, escuchó el sonido de pasos resonando en el andén.

Miró hacia la oscuridad y vio a un hombre acercándose. Llevaba un abrigo negro y su rostro estaba cubierto por una capucha. Ana sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero, al mismo tiempo, su curiosidad la impulsó a preguntar:

“¿Está esperando el tren también?”

El hombre no respondió, pero se detuvo a su lado, mirándola fijamente. Ana intentó ignorar la incomodidad que sentía, pero algo en sus ojos la inquietaba.

“Este es un lugar solitario, ¿no crees?” dijo él, rompiendo el silencio. “No muchos vienen aquí después de la medianoche.”

Ana asintió, sintiéndose cada vez más incómoda. “Sí, es raro encontrar a alguien a esta hora.”

“Es una buena hora para irse… para siempre.” Su voz era un susurro, pero había algo siniestro en sus palabras.

De repente, el sonido del tren resonó a lo lejos. Ana se dio la vuelta, aliviada. Pero cuando se volvió hacia el hombre, él había desaparecido. Confundida, miró a su alrededor, buscando alguna señal de su presencia.

El tren llegó, y, sintiéndose inquieta, se subió. Al mirar por la ventana, vio al hombre parado en la estación, mirándola con una sonrisa que helaba la sangre. En ese instante, comprendió que no era solo un pasajero más; era un guardián de las almas perdidas, y ella podría ser la próxima.







La Llamada del Bosque

Javier siempre había sido un amante de la naturaleza, pero aquella tarde, mientras caminaba por el bosque cercano a su casa, sintió que algo no estaba bien. El aire estaba pesado y el silencio era abrumador. A medida que avanzaba, escuchó un sonido extraño, como un lamento lejano que lo llamaba.

“Javier… ven…”

Desconcertado, se detuvo y miró a su alrededor. No había nadie. Sin embargo, el eco de la voz resonaba en su mente, como un canto hipnótico. Siguió el sonido, adentrándose más en el bosque, donde la luz del sol apenas llegaba.

Al poco tiempo, se encontró frente a un claro, y allí, en el centro, había un viejo árbol con una profunda hendidura. El lamento se hizo más fuerte. Sin pensar, se acercó al árbol. Justo cuando tocó su corteza, una visión aterradora lo envolvió: sombras danzantes, rostros conocidos que suplicaban ayuda.

“¡Ayúdame, Javier!” gritaban.

Asustado, retrocedió, pero algo lo atrapó. Un brazo del árbol se extendió, envolviendo su muñeca. “¿Por qué no viniste antes?” murmuró la voz. El miedo lo paralizó. Javier comprendió que el bosque guardaba un oscuro secreto, y él era parte de él.







La Casa de los Susurros

En un pueblo olvidado, donde las sombras parecían cobrar vida, se alzaba una vieja mansión conocida como la Casa de los Susurros. Los aldeanos evitaban acercarse, pues contaban historias de ruidos extraños y risas que resonaban en la noche, pero nadie se atrevía a investigar.

Una noche, un grupo de amigos decidió explorar la mansión. Intrigados por las leyendas, llevaron linternas y una grabadora, ansiosos por captar cualquier fenómeno paranormal. Al cruzar el umbral, el aire se volvió denso y frío, como si la casa los recibiera con un escalofrío.

Exploraron las habitaciones cubiertas de polvo, cada una más oscura que la anterior. En la sala principal, encontraron una antigua pianola, cubierta de telarañas. Sin pensarlo, uno de ellos, Miguel, comenzó a tocarla. Las notas resonaron en la sala, y, de repente, un susurro se escuchó: "Sigue… sigue tocando".

Los amigos intercambiaron miradas nerviosas, pero Miguel, entusiasmado, continuó. A medida que tocaba, la melodía parecía cobrar vida, y las sombras en las paredes comenzaron a moverse. Risas suaves y ecos de voces llenaron la sala, atrapándolos en un trance hipnótico.

De repente, las luces de las linternas parpadearon y se apagaron. En la oscuridad, las risas se convirtieron en gritos desgarradores. Los amigos intentaron salir, pero la puerta se había cerrado con un golpe sordo. Las sombras se acercaban, y los susurros se volvieron amenazas: "No debieron venir".

En medio del caos, Alba , la más valiente del grupo, recordó el viejo mito sobre la mansión: solo aquellos que dejaban de tocar el piano podrían escapar. "¡Miguel, para!", gritó. Pero él estaba perdido en la melodía, como si una fuerza invisible lo controlara.

Alba corrió hacia la pianola y, con todas sus fuerzas, la cerró. El sonido se detuvo de golpe. Las sombras se congelaron, y un silencio sepulcral envolvió la sala. Al instante, la puerta se abrió y los amigos, aterrados, huyeron hacia la salida.

Una vez afuera, el aire fresco les golpeó el rostro. Miraron hacia atrás y vieron que la casa se había desvanecido, como si nunca hubiera existido. Solo quedó un eco lejano de risas, un recordatorio de que, a veces, los lugares guardan secretos que no deben ser revelados.

Desde entonces, los aldeanos advirtieron a sus hijos sobre la Casa de los Susurros, recordándoles que no todo lo que se escucha en la oscuridad debe ser seguido. Y en cada tormenta, algunos afirmaban oír la melodía del piano, invitándolos a regresar.








El Espejo Roto

En una pequeña aldea, había un antiguo espejo en la casa de una anciana llamada Doña Elvira. Se decía que ese espejo, herencia de su familia, tenía el poder de mostrar no solo la apariencia, sino también los secretos más oscuros de quienes se reflejaban en él. Los niños del pueblo a menudo se burlaban de la anciana, pero nadie se atrevía a acercarse al espejo.

Una tarde, un grupo de adolescentes, impulsados por la curiosidad y las historias que circulaban, decidió entrar en la casa de Doña Elvira mientras ella no estaba. Se acercaron al espejo, que estaba cubierto con un pesado paño negro. Con manos temblorosas, levantaron el paño, revelando un vidrio hermoso, aunque agrietado.

Al mirarse en el espejo, cada uno vio su propio reflejo, pero también algo más: un oscuro secreto que habían guardado. La primera en mirar fue Laura, quien vio la traición que había hecho a su mejor amiga. Luego fue el turno de David, que se encontró con la imagen de una mentira que había construido sobre su vida. Cada uno quedó paralizado, confrontando sus propios demonios.

De repente, el espejo comenzó a brillar intensamente. Un eco de risas y llantos resonó en la habitación, y una sombra emergió del cristal. Los adolescentes intentaron retroceder, pero el espejo parecía atraerlos, como si quisiera devorar sus secretos.

“¡No lo mires!”, gritó Laura, pero era demasiado tarde. La sombra se abalanzó sobre ellos, atrapándolos en su propio reflejo. El aire se tornó frío y una voz susurrante les dijo: “Ahora son parte de lo que ocultaron”.

Al día siguiente, cuando Doña Elvira regresó, encontró el espejo intacto, pero en la casa no había rastro de los adolescentes. Los aldeanos notaron su ausencia, pero nunca se atrevieron a preguntar a la anciana. Con el tiempo, se convirtió en otra leyenda del pueblo, un recordatorio de que algunos secretos son demasiado oscuros para ser revelados.

Se decía que, en las noches de luna llena, si uno se acercaba a la casa de Doña Elvira, podía escuchar ecos de risas y lamentos, como si las almas de aquellos atrapados en el espejo aún intentaran escapar de su prisión. Y así, el espejo roto permaneció en la casa, aguardando a los próximos curiosos que se atrevieran a mirar dentro.







La Casa de los Retratos


En un pueblo olvidado, había una mansión antigua conocida como la Casa de los Retratos. Los aldeanos evitaban el lugar, pues se decía que los cuadros en las paredes podían observar a quienes entraban. Cada retrato representaba a una persona, pero sus miradas eran inquietantes, como si tuvieran vida propia.


Una tarde, un grupo de amigos decidió explorar la mansión. Equipados con linternas y un sentido de aventura, cruzaron la puerta chirriante. El aire era frío y olía a humedad, y al encender sus linternas, iluminaron los rostros de los retratos que cubrían las paredes. Cada uno de ellos parecía tener una expresión distinta, desde la tristeza hasta la ira.


A medida que recorrían las habitaciones, comenzaron a sentir una presencia extraña. "¿No les parece que nos miran?", comentó Clara, nerviosa. Pero sus amigos se rieron, restándole importancia. Sin embargo, a medida que se adentraban más en la casa, la atmósfera se volvía más opresiva.


Finalmente, llegaron a una habitación al final del pasillo. Allí, colgaba un retrato enorme de una mujer de mirada penetrante. Era la única que no parecía envejecida. Al acercarse, notaron que los ojos de la mujer seguían a Clara, llenos de una tristeza profunda.


"Debemos irnos", dijo Clara, sintiendo un escalofrío. Pero sus amigos insistieron en hacerse una foto frente al retrato. Se colocaron frente a él y sonrieron, pero en el momento en que hicieron clic, un fuerte estruendo resonó en la casa.


Las luces de sus linternas comenzaron a parpadear, y un viento gélido recorrió la habitación. Los retratos empezaron a moverse ligeramente, como si las figuras intentaran salir de sus marcos. Clara miró hacia atrás y vio cómo los ojos de la mujer en el retrato parecían brillar con una intensidad sobrenatural.


"¡Salgan de aquí!", gritó Clara, pero sus amigos, hipnotizados, no podían moverse. Las sombras comenzaron a alargarse, y las figuras de los retratos se acercaban lentamente, susurrando en voces distorsionadas.


Desesperada, Clara se apresuró a abrir la puerta, pero estaba atascada. En un último intento, empujó con todas sus fuerzas y logró salir, arrastrando a sus amigos con ella. Corrieron por el pasillo, sintiendo cómo las sombras intentaban atraparlos.


Finalmente, llegaron a la entrada y lograron salir al exterior, jadeando. Miraron hacia atrás y vieron que la casa parecía oscurecerse, como si estuviera tragando la luz. Sin embargo, el retrato de la mujer continuaba allí, su mirada fija en Clara, llena de pena.


Desde aquel día, Clara nunca volvió a acercarse a la Casa de los Retratos. Los aldeanos, al enterarse de su experiencia, comenzaron a contar la leyenda de cómo la mansión estaba viva, atrapando las almas de aquellos que se atrevían a entrar. Y cada vez que pasaban por allí, podían sentir la mirada de la mujer en el retrato, recordando que algunos lugares guardan secretos que deben permanecer ocultos.







La Sombra en la Ventana




En un tranquilo pueblo al pie de una montaña, había una antigua cabaña que había estado deshabitada durante años. Los aldeanos murmuraban sobre una sombra que aparecía en la ventana durante las noches de tormenta, pero nadie se atrevían a investigar. La historia decía que la sombra pertenecía a una mujer que había desaparecido misteriosamente.


Un día, un joven llamado Hugo, atraído por la curiosidad y las leyendas, decidió explorar la cabaña. Llevaba consigo una linterna y una cámara, decidido a desentrañar el misterio. Al llegar, el cielo se oscureció, y una tormenta comenzó a formarse. Las nubes cubrieron la luna, y un viento helado sopló entre los árboles.


Al entrar en la cabaña, el aire era denso y el olor a moho llenaba el espacio. Las paredes estaban cubiertas de polvo y telarañas, y los muebles estaban desgastados por el tiempo. Hugo sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero continuó adelante.


Mientras exploraba, escuchó un sonido suave, como un susurro, proveniente de la ventana. Al acercarse, vio una sombra oscura que se movía detrás del cristal, como si alguien lo estuviera observando. Su corazón se aceleró, pero la curiosidad pudo más que el miedo. Se asomó, pero no había nadie afuera.


De repente, un rayo iluminó la cabaña, y en un instante, la sombra se volvió más clara. Era la figura de una mujer con un vestido blanco, su rostro oculto en la penumbra. "Ayúdame...", susurró. La voz era apenas un eco, pero resonó en el corazón de Hugo.


Sin pensarlo, él respondió: "¿Qué te pasó?". La sombra parecía acercarse, y los ojos de la mujer brillaban con una luz trágica. "Estoy atrapada aquí. Debes liberarme", dijo con desesperación.


Hugo sintió una mezcla de compasión y terror, pero la tormenta aumentaba afuera, y la cabaña temblaba. La sombra se hizo más intensa y empezó a extenderse, como si quisiera salir del marco de la ventana.


"¿Cómo puedo ayudarte?", preguntó Hugo, casi gritando sobre el estruendo del trueno. La figura lo miró fijamente. "Busca mi collar. Fue lo que me ató a este lugar".


Sin dudarlo, Hugo comenzó a registrar la cabaña, abriendo cajones y revisando rincones oscuros. Finalmente, encontró un viejo cofre cubierto de polvo. Lo abrió y dentro encontró un hermoso collar, desgastado pero aún brillante.


Al tomarlo, la cabaña tembló de nuevo. "¡Dáselo a la ventana!", gritó la sombra. Hugo corrió hacia la ventana y, con un movimiento decidido, arrojó el collar hacia la figura. En el instante en que el collar atravesó el marco, la sombra comenzó a disiparse.


Un grito de liberación resonó, y la mujer sonrió por un breve momento antes de desaparecer completamente. La cabaña se quedó en silencio, y la tormenta se calmó. Hugo sintió una paz que no había sentido antes.


Al salir de la cabaña, el cielo comenzó a despejarse, y la luna iluminó el paisaje. Desde ese día, nunca más volvió a aparecer la sombra en la ventana. La cabaña, aunque permaneció vacía, dejó de ser un lugar de miedo y se convirtió en un símbolo de liberación.


Los aldeanos, al escuchar la historia de Hugo, aprendieron que a veces, las sombras que acechan están pidiendo ayuda, y que la valentía puede iluminar incluso los rincones más oscuros.








El Jardín de los Espejos

En un pueblo pequeño, se rumoraba sobre un jardín escondido en lo profundo del bosque, conocido como el Jardín de los Espejos. Se decía que aquel lugar era un laberinto de espejos mágicos que podían mostrar no solo la imagen de quien se miraba, sino también sus peores miedos y secretos ocultos. Nadie que hubiera entrado había vuelto a ser visto.

Intrigado por la leyenda, un joven llamado Samuel decidió que debía explorar el jardín. Con una linterna y un mapa antiguo que había encontrado en la biblioteca del pueblo, se adentró en el bosque al caer la tarde.

Tras caminar durante horas, finalmente llegó a una puerta de hierro forjado, cubierta de hiedra. Empujó la puerta y se encontró en un jardín deslumbrante, lleno de flores brillantes y arbustos perfectamente recortados. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron los espejos, que estaban dispuestos en varias formas y tamaños a lo largo del sendero.

Con cautela, comenzó a caminar entre ellos. Al acercarse al primero, vio su reflejo, pero algo no estaba bien. En lugar de su imagen habitual, vio a un joven triste, rodeado de sombras. Sintió un escalofrío, pero siguió adelante, atraído por la curiosidad.

Cada espejo mostraba una versión distorsionada de sí mismo: un reflejo de su mayor miedo, el fracaso. En uno, se veía fracasando en sus estudios; en otro, solo y abandonado. Con cada imagen, el aire se volvía más denso, y una sensación de angustia lo envolvía.

Samuel trató de alejarse de esos espejos, pero la niebla comenzó a envolver el jardín, y los ecos de sus propios gritos de desesperación resonaban a su alrededor. Al mirar hacia atrás, vio que los espejos estaban reflejando no solo su imagen, sino también figuras oscuras que se movían entre los arbustos, acercándose.

Desesperado, corrió hacia el centro del jardín, donde había un espejo más grande, que parecía brillar con una luz propia. Al acercarse, sintió una atracción incontrolable. Pero al mirar su reflejo, se dio cuenta de que esta vez era diferente. En lugar de ver sus miedos, vio a su verdadero yo, un joven decidido, con sueños y esperanzas.

Con un grito de valentía, extendió la mano hacia el espejo. En ese instante, sintió que las sombras se desvanecían y una calma lo envolvía. Al romper el contacto visual con el espejo, las figuras oscuras retrocedieron, y la niebla comenzó a disiparse.

Samuel salió del jardín, sintiendo el aire fresco en su rostro. Miró hacia atrás, y vio que el jardín estaba desapareciendo, como si nunca hubiera existido. Regresó al pueblo, aliviado pero cambiado, con una nueva comprensión de sí mismo.

A partir de entonces, nunca volvió a temer a sus miedos. Compartió su experiencia con los demás, convirtiéndose en un faro de esperanza para aquellos que luchaban con sus propias sombras. Y aunque el Jardín de los Espejos se desvaneció, las lecciones aprendidas en su interior quedaron grabadas en su corazón, recordándole que enfrentar lo desconocido es el primer paso para encontrar la verdadera fortaleza.








La Muerte en el Lago


En un remoto pueblo, rodeado de montañas y bosques oscuros, había un lago que se decía estaba maldito. Las leyendas hablaban de una mujer que, al caer de un barco en una tormenta, había perdido la vida en sus aguas. Desde entonces, aquellos que se acercaban al lago en la noche afirmaban escuchar su llanto y ver su figura flotante en la superficie.


Un grupo de amigos, atraídos por la curiosidad y el morbo de la historia, decidieron visitar el lago una noche de verano. Armados con cervezas y risas, se acercaron a la orilla, donde la luna reflejaba su luz plateada sobre el agua. A medida que se acomodaban, la atmósfera se tornó extraña y pesada, como si el lugar estuviera vivo.


Al principio, se reían de las leyendas, contando historias sobre la mujer del lago. Pero cuando la risa se desvaneció, un silencio inquietante llenó el aire. Fue entonces cuando escucharon un suave llanto que provenía de la orilla. “Es solo el viento”, dijo Javier, intentando calmar a sus amigos.


Sin embargo, el llanto se hizo más fuerte y claro, un lamento que parecía atravesar sus corazones. “¿Escuchan eso?”, preguntó Ana, con los ojos abiertos de par en par. Todos se quedaron en silencio, y el llanto se convirtió en un susurro que decía: “Ayúdame…”.


Sintiéndose incómodos, decidieron acercarse un poco más al agua. Fue entonces que vieron una figura blanca flotando en la superficie, con largos cabellos oscuros que se movían como serpientes en el agua. Ana dio un paso atrás, aterrorizada. “¡Debemos irnos!”.


Pero Javier, impulsado por la curiosidad, gritó: “¡Es solo un espejismo!”. Se acercó al borde del lago, mirando fijamente la figura. Con cada paso, el llanto se intensificaba, y la figura comenzó a acercarse, emergiendo lentamente del agua.


“¿Por qué me dejas aquí?”, preguntó la mujer con voz lastimera. Sus ojos estaban llenos de tristeza, y su piel parecía pálida y fría. “Necesito tu ayuda…”.


El pánico se apoderó del grupo. “¡Retrocede!”, gritó Ana, pero Javier no podía apartar la mirada. “¡No puedo ayudarte!”, respondió, sintiéndose atrapado entre el miedo y la compasión.


En ese instante, la mujer extendió su mano hacia él. “Solo tú puedes liberarme”. El aire se volvió helado, y una brisa gélida los rodeó. Los amigos comenzaron a retroceder lentamente, pero Javier permaneció inmóvil, como si estuviera bajo un hechizo.


“¡Javier, ven!”, suplicó Ana, pero la figura del lago continuaba acercándose, su rostro ahora distorsionado por la angustia. “¡Ayúdame a encontrar la paz!”.


De repente, la mujer desapareció en una nube de vapor, dejando atrás una profunda calma en el aire. Javier, aturdido, se dio la vuelta y corrió hacia sus amigos, quienes ya estaban a unos metros de distancia.


Al llegar a la orilla, la luna brillaba intensamente, y el lago parecía tranquilo de nuevo. Sin embargo, Javier sabía que algo había cambiado. Un peso lo acompañaba, como si la figura hubiera dejado una parte de sí misma con él.


Nunca volvieron al lago, pero la experiencia los persiguió. La leyenda de la mujer del lago se convirtió en un recordatorio de que no todas las almas pueden descansar, y que a veces, las historias del pasado pueden aferrarse a los vivos, pidiendo ayuda en la oscuridad.


Con el tiempo, Javier aprendió a enfrentar sus propios miedos, recordando que algunas invitaciones son mejores si se dejan sin respuesta. La Muerte en el Lago siempre estaría ahí, esperando a quien se atreviera a acercarse de nuevo.








El Cuaderno Maldito


En un viejo mercado de pulgas, Ana encontró un cuaderno desgastado que parecía tener siglos de antigüedad. La portada estaba cubierta de extraños símbolos, y al abrirlo, descubrió que estaba lleno de historias aterradoras escritas en una caligrafía temblorosa. Intrigada, lo compró sin pensarlo dos veces.


Esa noche, se sentó en su habitación, iluminada solo por la luz de una vela. Comenzó a leer una de las historias, sobre un pueblo que había sido maldecido por un hechicero. A medida que avanzaba, sintió que las palabras la atrapaban, como si los relatos cobraran vida. Sin embargo, al llegar al final, un escalofrío recorrió su espalda; el último párrafo advertía que quien leyera el cuaderno sería el próximo en ser marcado por la maldición.


“Solo es una historia”, se dijo Ana, pero el sentimiento de inquietud persistía. Decidió cerrar el cuaderno y guardarlo en un estante. Esa noche, mientras dormía, soñó con sombras que se deslizaban por su habitación, susurrando su nombre.


A la mañana siguiente, se sintió extraña. Al mirarse en el espejo, notó una sombra detrás de ella, un destello oscuro que desapareció cuando se volvió. Confundida, decidió contarle a su amigo Pablo sobre el cuaderno. “Tal vez deberías deshacerte de él”, sugirió Pablo, pero Ana estaba demasiado intrigada.


Esa tarde, decidió leer más historias. Cada relato era más inquietante que el anterior, y cada vez que terminaba una, sentía que una parte de ella se apagaba. Las sombras en sus sueños se hicieron más reales, y comenzó a escuchar susurros que provenían del cuaderno.


Una noche, la voz se volvió clara: “Libérame…”. Ana se despertó, aterrorizada, y decidió que ya era suficiente. Esa noche, decidió destruir el cuaderno. Salió al patio, lo colocó en un fuego y observó cómo las llamas consumían las páginas. Sin embargo, en el momento en que las llamas comenzaron a danzar, un grito desgarrador resonó en el aire.


De repente, una sombra emergió del fuego, tomando la forma de un antiguo hechicero. “¡No debiste hacer eso!”, rugió, mientras el aire se volvía helado. Ana se dio cuenta de que había liberado algo mucho más oscuro de lo que había imaginado.


Desesperada, buscó algo con qué defenderse. Recordó las historias que había leído y se dio cuenta de que el hechicero solo podía ser detenido si se confrontaba con sus propios miedos. “¿Por qué maldijiste a ese pueblo?”, le gritó Ana, sintiendo cómo el poder de la historia empezaba a crecer en su interior.


“Porque nadie nunca escuchó sus lamentos”, respondió la sombra, sus ojos ardían con ira y tristeza. “Eran olvidados, y yo los castigué”. Ana, sintiendo una conexión con los pueblos olvidados, comenzó a hablar en voz alta sobre sus historias, sobre la importancia de recordar a quienes habían sido silenciados.


Las palabras fluyeron de ella, resonando en el aire. A medida que lo hacía, la sombra comenzó a desvanecerse, atrapada en las propias historias que había tratado de controlar. “¡No!”, gritó el hechicero, pero Ana no se detuvo. “Las historias deben ser contadas, y la memoria nunca debe ser olvidada”.


Con un último grito, la sombra fue absorbida por la luz del fuego, y el cuaderno se convirtió en cenizas. Ana sintió que el aire se aclaraba y, al despertar al día siguiente, ya no había sombras acechando en su habitación. La maldición había sido rota.


Desde entonces, Ana entendió el poder de las historias y se convirtió en una narradora. Compartió las leyendas que había aprendido, asegurándose de que ningún pueblo, ningún ser, fuera olvidado nuevamente. El cuaderno maldito se convirtió en una lección: a veces, los relatos oscuros tienen un propósito, y la memoria puede ser la clave para liberar las almas perdidas.




 
 
 

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